Una noche, como dejó escrito, un romanólogo ninja y un dibujante hermético se lanzan a decorar su tumba. Cuando quiere levantarse, quién sabe si para saludar, le intentan golpear con un ordenador congelado que traen con ellos. Esquiva el golpetazo y, negativo, les sacude con la lápida a los dos. Le notan ágil y huyen. Se incorpora del todo oyéndolos y se acerca al coche que han traído. Entra, lo arranca y sale en su busca sin ganas, una búsqueda diluida. Uno de ellos va cojeando. No tarda en divisarlos. Les da las largas y se detienen. La sensación que le transmiten les derrumba. No ha cambiado mucho. Qué intensidad, le sueltan.
Devuélvenos el coche y
déjanos hacer nuestro trabajo, a ti te da igual. Saca las llaves del contacto
se las mete en la boca y habla. Al acabar la frase se las traga mirándolos. Uno
de ellos se acerca para tocarle. Le suelta un sopapo y le quita el gorro que
lleva. Se lleva el gorro a la boca y lo absorbe a manera defensiva. Les dirige
la última frase, brillante y desgarradora de nuevo. Dominados por el alcance de
sus palabras se pelean entre ellos. Les deja hasta que no se tienen en pie. Los
pone uno encima del otro, los carga encima suyo y vuelven hacia el sepulcro. El
coche se queda ahí. Entonces, en la colina, en tumbas separadas y al otro lado
de las tumbas y de la colina, sus otros 150 hijos despiertan varias veces en la
noche camino del trabajo.
Alexa RTwin
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