Voy con mi camello por el desierto. Voy, pensando poner en
marcha varios poblados. Dos, tal vez, tres; probablemente cuatro. En un momento
dado, riño al camello por una minucia. Anda hijo puta –me dice el camello-, que
hasta ese instante nunca le había escuchado comentar nada. Hago como que nada he
oído, pero lo he escuchado de sobra. El desierto por el que avanzamos debe ser
bastante grande y ejemplar. Me entran unas progresivas ganas de mear. Hago que
el camello se detenga, me bajo y como no hay nada para sujetarlo lo ato a mí,
mientras me desahogo acordándome de cosas. Simultáneamente, con la mano libre,
me toco unas monedas que llevo en el bolsillo. El camello me mira de reojo, de
una manera extraordinaria en la que creo distinguir cierta ilusión. Me la meto
mirándolo. Me vuelvo a montar y arrancamos. La justicia es lenta -por fin, le
contesto-, y cargada de emoción.
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